jueves, 7 de mayo de 2009

JUEVES SANTO

Jueves Santo era aquel día
en que la Virgen María
buscaba a su hijo amado
por la huerta y por el prado.
- "Oígame, buena señora
¿ha visto usted a mi hijo amado?"
- "Sí por cierto que lo he visto
que por aquí ha pasado,
con una cruz a los hombros
y una cadena arrastrando.
Un pañuelo me ha pedido
y un pañuelo le he dejado
para limpiarse su rostro
que de sangre iba manchado.
Siete manchas se ha quitado
y otras siete le han quedado.
San Juan y la Magdalena
lo llevaban de la mano.”
¡Arriba, arriba señores!
¡Arriba al monte Calvario!
que por pronto que lleguemos
ya lo habrán crucificado.
Ya le clavaban los pies,
ya le clavaban las manos,
ya le daban las lanzadas
en su divino costado.
Y la sangre que caía
caía en un cáliz sagrado
y el hombre que la bebía
era un bienaventurado.
En este mundo fue rey
y en el otro, coronado;
y quien rece esta oración
todos los viernes del año
sacará un alma de pena
y la suya de pecado.
(Popular)

Como todas las madres, tenía nombre de Virgen. Y como la Virgen, aquel Jueves Santo andaba buscando a su hijo; su hijo amado. Tres días sin saber nada de él. Desaparecido.

Jueves Santo era aquel día. Una vecina de la calle le enseñó esa oración cuando apenas tenía ocho años; y, cumpliendo lo que en ella se recomendaba, la rezaba todos los viernes del año. Pero aquel Jueves Santo el romance se convirtió en una letanía continua; Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado, Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado. La invocó con devoción, la murmuró sin saber apenas qué decía, la recitaba mentalmente mientras se secaba las lágrimas, la pronunciaba implorando ayuda divina, la repitió mil veces. Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado.

Su hijo amado. Hacía tres días que se había fugado del “refor”; así llamaban en casa a lo que la administración denominaba “Centro de Menores”. Ahora recordaba cuántas veces le habían amenazado “si te portas mal, te meteremos en el reformatorio”; y, sin pretenderlo, la tan repetida amenaza se había hecho realidad.

Buscaba y preguntaba por él en los sitios en que pudiesen haberlo visto. El descampado al que iba con la bicicleta; el pasaje comercial donde patinaba; los recreativos del barrio; aquel solar el que jugaba a las canicas (¡qué rodillas traía!); las casas de sus amigos; el parque… Casi no le daba tiempo ni de llorar.

Su hijo amado, que con apenas catorce años se había convertido, sin saber cómo, en un raterillo, un delincuente de poca monta. Se llamaba Antonio, como aquel hermano de su abuela que tuvo que exiliarse en Francia durante la guerra civil, y que nunca más volvió; y en los papeles de la comisaría, tras su nombre y apellidos se empeñaban en añadir: alias “el Flequis."

Aquel niño obediente y siempre dispuesto a hacer recados. El mismo que un Día de la Madre le había regalado aquella imagen de la Virgen que todavía guardaba en el cajón de su mesilla, tras la cual se leía con esforzada caligrafía: “Mamita preciosa, mi dulce embeleso, deja que en tu cara deposite un beso."

Las malas compañías. Seguro que había sido eso. Andaba con muchachos de la calle, un poco mayores que él, que lo habían llevado por el mal camino. Su hijo no podía ser un ladrón, como decía la policía. Tan sólo era un niño cuando rompió el cristal de una juguetería para robar (qué palabra tan dura) y lo detuvieron en un descampado con un coche teledirigido. Y así acabó en el refor… ¿Es o no es una niñería? Y lo de abrir las máquinas recreativas para vaciar la recaudación, mientras otros vigilaban, no era para tanto; no pasaba de ser una travesura.

Su hijo amado. De acuerdo, hacía cosas que no estaban bien, pero no había matado a nadie, ni era peligroso… No podían decir que era un delincuente; los delincuentes son personas marginales, con familias problemáticas y, sobre todo, malas personas. Y él en casa era un buen hijo; ellos no lo conocían. Y no tenía un pelo de tonto; si no sacaba buenas notas era porque no se esforzaba, pero era más listo que el hambre.

Tres días sin saber nada. Nadie lo había visto, o por lo menos, eso decían. Pero él se enteró de que su madre lo buscaba y aquella noche de Jueves Santo volvió a casa. Porque no quería que su madre estuviese preocupada, ni que sufriese por él; era un buen hijo y ella lo sabía.

Por fin se le cerró el agujero que se le había abierto hacía tres días, no sabía si en el estómago, en el corazón o en el alma, pero que la estaba consumiendo por dentro. Su hijo amado había vuelto a casa. ¡Claro que se había fugado del refor! El cura más joven, el que parecía más simpático y cercano, le había levantado la mano. Así que, aprovechando un descuido, y que las medidas de seguridad brillaban por su ausencia, se escapó.

En eso era hábil; en escapar. En casa siempre se las apañaba para llegar a la puerta sin que lo viesen, y abrir la cerradura con una copia de la llave que nadie sabe de dónde sacaba. Y aquella otra vez en que saltó por la ventana del juzgado de menores y se fue. Chiquilladas. Tampoco era para tanto.

Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado por la huerta y por el prado. Gracias a Dios, que lo había traído a casa; y a la Virgen, que se había apiadado de ella. Gracias.

Aunque fuese su madre, no tenía una venda en los ojos; sabía que su hijo no se portaba bien fuera de casa. En casa sí, en casa era obediente, soñador, risueño, y a ella jamás le faltó un céntimo del monedero; en lo único que no cumplía era en el horario de volver. Siempre llegaba tarde; se abstraía tanto con “sus cosas” que se le olvidaba la hora. Ese era el motivo de casi todos los rapapolvos.

Algún castigo merecía; eso era cierto. Hacía cosas que estaban mal, y de alguna manera tenía que aprender a no hacerlas; aunque ni ella ni su marido habían conseguido nunca nada de él castigándolo. Y no acertaba a saber quién ni cómo podría hacerlo. No había sabido educar a su hijo. Algo había hecho mal para que él se portase así. La profesión más difícil del mundo es la de ser madre; siempre se yerra. El sentimiento de culpabilidad la asfixiaba.

Y, por otra parte, era la única que lo conocía verdaderamente. Sólo tenía catorce años y tenía que defenderlo de los demás, de los que no sabían que era un buen chico. Ni su propio hermano lo entendía; no comprendía que ella no podía tratarlos a los dos iguales, porque sus necesidades eran diferentes, que él necesitaba más cariño. Pero eso sólo lo sabe una madre.

Era su hijo amado, y ella era su madre; para todo y para siempre. En las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para todos los días de su vida… para eso está una madre. Si ella lo tiraba… ¿quién lo iba a levantar?

Jueves Santo era aquel día…. Catorce Jueves Santos más tarde, la misma madre, el mismo hijo y la misma oración repetida hasta la inconsciencia. Jueves Santo era aquel día… Su hijo amado se moría en la cama de un hospital. Y a ella ya no le quedaban lágrimas. Virgen Santa, Madre mía, ayúdame. Tú, que sabes por lo que estoy pasando, llévatelo cuanto antes.

Recordaba la sonrisa burlona que se le pintaba en la cara cuando, al acabar cualquier película en la televisión, ella apostillaba: “¿Ves hijo? el criminal nunca gana." Pero a él no le iba a pasar nunca nada; se sentía por encima de todas las cosas, él era especial. Y ahí estaba ahora, indefenso como un bebé, casi ciego y conectado a un aparato.

Había vivido deprisa e intensamente y presumía de haber probado de todo. A su madre le daban náuseas cada vez que intentaba imaginar en qué consistía ese “todo”; mejor no pensarlo, mejor no saberlo. ¿A qué venía ese alarde cuando debería avergonzarse? Su idea del goce y el disfrute incluía infringir las prohibiciones: las legales, las morales, las sanitarias, las éticas… No se sentía orgullosa, pero en su defensa argumentaba que no atacó nunca a nadie, ni causo perjuicios que no fuesen económicos. No era tan malo.

Jueves Santo era aquel día… Llevaba dos años rezando por los rincones, rezando en las capillas y en las catedrales, rezando en el hospital. Había agotado las oraciones tradicionales, y las había ido adaptando a sus necesidades. Al principio: Virgen Santa, cúramelo, que mi hijo se ponga bueno, por favor te lo pido. Pero ya se había cansado de pedir salud, y ahora sólo suplicaba clemencia: no dejes que sufra más.

Qué desfigurado está, y en qué poca cosa se ha quedado. Somos nada. Si él se viera, con lo presumido que siempre ha sido; tan pincho, tan gallito. Había luchado lo indecible por no parecer enfermo; hacía gimnasia para estar fuerte; se vestía con lo mejorcito; procuraba ir como un pincel. Y ahora, míralo.

Decía que había vivido más que mucha gente; pocos años, muchas cosas. Disfrazando de audacia, aventura y libertad lo que no era sino irresponsabilidad, fue trampeando la vida. Seguramente habría sentido lo que otros ni se imaginan, y sufrido y disfrutado hasta el límite. Pero ¿mereció la pena? ¿le había compensado? Goce y dolor. Felicidad y desdicha. Risa y llanto. Satisfacción y sufrimiento. Placer y rabia. Relajación y excitación. Todo en la misma medida. Estaba por encima del resto, de los normales, a quienes miraba casi por encima del hombro, porque no alcanzaban a comprender lo que se habían perdido en su vida tan gris. Él se llevaba lo mejor. Y lo peor.

Y por fin dejó atrás todo aquello. Su novia lo merecía todo. Ahora que había “disfrutado” de su juventud, pretendía ingresar en el mundo de los adultos normalizados, haciendo lo mismo que todos ellos: mujer, trabajo, piso, coche, hijos… Tendría suerte; como hasta ahora. Había sido un hombre de suerte.

De buena suerte y de mala suerte.

Porque aunque él se riese, su madre tenía razón -como siempre- cuando le decía "Toño, pórtate bien, que el que la hace la paga." Y ahora que parecía que la vida se le enderezaba, le cobraba la factura ¡y de qué manera! Su hijo amado le había costado muchas lágrimas, y además tenía que verlo morir. Virgen Santa, tú que me lo trajiste, llévatelo, cuanto antes mejor.

Jueves Santo era aquel día en que su madre pedía el final. Virgen María, no permitas que sufra más, tú eres madre y sabes por lo que estoy pasando… Ayer deliraba, nombraba a amigos del colegio, recordaba cosas del pueblo… quizá se acercaba al principio barruntando el final. Ojalá.

Era lo más duro, pedir la muerte de su hijo. Pero a la vez iba a suponer una liberación para todos. Él dejaría de sufrir. Un tópico, desde luego, pero después de más de dos años de larga enfermedad, que le fue deteriorando poco a poco, que lo dejó sin pelo y casi ciego, hasta él se cansó de luchar. Y su madre descansaría. Ella que lo vio crecer y lo veía encogerse indefenso; que lo conoció guapo y presumido, el más chulo de la calle, y lo veía convertido en un amasijo de piel y huesos; que lo escuchaba reírse y lo había oído llorar.

Madre mía, te lo pido con las pocas fuerzas que me quedan; llévatelo, no prolongues más su agonía. Gracias, gracias. Hijo, ya no sufrirás más; disfruta de tu muerte y descansa.

Jueves Santo era aquel día…