viernes, 28 de mayo de 2010

INEXPLICABLEMENTE



¡Por fin! Después de todo el curso suspirando por el chico más guapo de la clase, el de la sonrisa más seductora, y uno de los más inteligentes, la semana pasada conseguí compartir con él algo más que los apuntes, unas cervezas y unas risas.


Convencí a un compañero que celebraba su cumpleaños para que lo invitase a él y a su pandilla y así coincidimos en aquel piso. Después de ponerme delante de él y exhibirme como un pavo real ¡por fin! se fijó en mí.

Recordaba mi nombre, y después de un rato de baile y charla, me miró fijamente, me dijo que tenía unos ojos muy bonitos, y me besó. Una cosa llevó a la otra, y terminamos en una de las habitaciones, haciendo realidad ¡por fin! mi fantasía sexual favorita de todo el curso.

Fue maravilloso, perfecto, tal y como lo había soñado, sin prisas, sin nervios, con pasión, con cariño, todo muy natural. Cuando terminamos no se vistió rápidamente para marcharse, sino que siguió a mi lado, mirándome. Todavía era pronto, y yo quería más, así que le propuse un jueguecito: cada uno, por turnos, escribiríamos en la espalda del otro la parte del cuerpo en la que queríamos que nos besara. No hacía falta esperar a terminar la palabra; en cuanto la supiésemos, podíamos actuar. Empecé yo, y escribí en su espalda la “M”, luego la “E”, después la “Ñ” y él se volvió y se metió mi dedo meñique en la boca, poniéndome a cien. Le tocaba a él, y dibujó en mi espalda la “N”, la “U”, la “C”, y me puse encima de él para besarle la nuca muy sensualmente. La cosa se animaba, y ya estábamos recuperados para el segundo asalto; pero seguimos jugando. Me tocaba a mí, y puse en su espalda una “H”, una “O”, una “M”, una "B", y entonces él se volvió y me besó ¡en el hombro!. No, no, -le dije- te has confundido, no era el hombro, era el hombligo.

De repente se levantó, se vistió, dijo que tenía que llamar a alguien, y se marchó, inexplicablemente.

miércoles, 17 de febrero de 2010

¿LA ÚNICA IMBÉCIL?



Estaba desayunando y planificando mi mañana. Hacía días que no leía y tenía ganas de sentarme una hora o dos para dedicarme exclusivamente a leer; como a mí me gusta, con cuaderno, bolígrafo y ordenador abierto en la página de la RAE. No tenía que ir a comprar, ni hacer ningún recado y la casa estaba limpia y recogida; las cuestiones domésticas estaban resueltas, al menos hasta la hora de hacer la comida. Tenía, pues, un buen rato para mí, para mi lustre interior, para cultivarme; y me relamía de gusto sólo de pensarlo. Plagiando a Luis Landero, ya antes de empezar había cobrado por adelantado la satisfacción de disfrutar de mi tiempo.

Y, sin querer, como si tuviesen vida propia, mis ojos se han ido hacia la parte inferior de los armarios de la cocina, y se han quedado allí fijos. Yo no soy la reina del trapo, pero verdaderamente aquel zócalo necesitaba una limpieza, estaba negro, con suciedad acumulada en las esquinas… Ahora que lo había visto, y tenía tiempo, no podía dejar pasar la ocasión; tenía que limpiarlo, sin excusas. Así que me he preparado bayeta, lejía y un cuchillo con punta para raer la porquería más adherida.

Y mientras restregaba, mi voz interior iba hablando: “Esto no le pasa a un hombre. No conozco a ninguno que hubiese dejado de leer un libro porque haya visto una mancha, ni que hubiese dejado su afición favorita porque había un montón de ropa que reclamaba un planchado. ¿Seré yo la única imbécil, o seremos todas? Debería haber dejado el maldito zócalo y haberme sentado a leer, eso es lo que debería haber hecho, pero sé que no hubiera podido hacerlo. En cuanto empezase a leer, algo en mi interior se revolvería, mi conciencia de mujer-mujer-mujerdemicasa me diría ¿cómo puedes estar ahí leyendo, tan pancha, con esa mugre en la cocina? ¿cuándo piensas limpiarla? Y no hubiera disfrutado de la lectura, no me hubiese podido concentrar; no me quedaba otra opción que limpiar el zócalo. Pero ¡demonios! ¿por qué tiene que pasarme esto a mí? Si en realidad no me importa que esté sucio una semana más, ¿de dónde me nace esta obligación? ¿qué es esto que me impide deleitarme mientras no limpie la roña? ¡Y cómo me fastidia que haya algo que me gobierne de esta manera, con lo poco que me gusta que me manden, grrrrrrr!"

Y, claro, ya que estaba con la bayeta en la mano, un repasito a las puertas de los armarios, barrer, fregar y recoger…

Después una llamada de teléfono en la que me pedían que contestase a una encuesta (para un día que tengo tiempo, pobre muchacha, la voy a escuchar, que si no, no cobrará), y la visita inoportuna de una vecina impertinente que se ha presentado en casa de improviso.

¡Y ya era la hora de hacer la comida! No he podido hacer lo que quería… y encima no puedo echar la culpa a nadie, más que a mí.

viernes, 18 de septiembre de 2009

PESCADERIA



Mis pescaderos, además de venderme un pescado extraordinario, son tan especiales que espero con ilusión la hora de ir a comprar. Durante el camino voy iluminada con una sonrisa, expectante ante la posibilidad de presenciar alguna de sus ingeniosas ocurrencias; tanto es así que, de no ser por el carro de la compra con que me adorno, cualquiera que me viese en ese momento podría pensar que acudo a una cita romántica.

Y pocas veces me defraudan.

La semana pasada mientras esperaba mi turno, escuché el siguiente diálogo entre la pescadera y una clienta:

- ¿Qué te pongo?
- Quería berberechos
- Y… ¿sigues queriendo?

Cuando lo oí, tuve que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada que hubiese podido molestar a la señora que había confundido el modo condicional “querría” (que en el verbo querer suena demasiado fuerte, como ordinario, con esa erre tan contundente) con el pretérito imperfecto “quería” (mucho más fino y delicado en su pronunciación).


martes, 16 de junio de 2009

SANDALIAS

Como cada año, cuando empezaba a apretar el calor, mi madre me sacaba la ropa de verano, que consistía, principal y exclusivamente, en los pantalones cortos y las sandalias, siempre iguales.

Las malditas sandalias de cuero, duras, eran auténticos instrumentos de tortura; me hacían rozaduras y señales, que dolían durante varios días hasta que mis pies, sumisos, se protegían con callos y durezas que, aunque molestos, dolían menos. Y además, no se podía jugar al fútbol sin riesgo de romperte algún dedo. Desde entonces me quedó una aversión tan grande a las sandalias que todavía no he sido capaz de llevar calzado que deje los pies al descubierto.

Aquel año, cuando mi madre recogía los pantalones largos, muy orgullosa, me dijo:

  • Hijo mío, cómo se nota que te haces mozo; este año te has comportado como un caballero: has dejado los pantalones nuevos. Ni un agujero ni medio, ni sietes, ni remiendos.

Cabizbajo y resignado, le expliqué a mi madre:

  • Claro, no teníamos pelotón*.



* Pelotón: aumentativo de pelota.

viernes, 5 de junio de 2009

CUMPLEAÑOS


- Abuela, abuela, ¿qué día es tu cumpleaños?
- ¿Cumpleaños? Yo no tengo de eso. Tengo santo.

Como a todos los montañeses, me pusieron de nombre el santo del día, que me protegería de los posibles males de ojo y conjuraría la mala suerte en caso de que intentara perjudicarme.

Engracia María de las Mercedes. En casa intentaron llamarme Mercedes, pero los vecinos, tan prácticos, siempre me llamaron Engracia; el santo del día era mucho más fácil de recordar que aquel nombre de reina tan estrafalario.

Y es que es mucho más cómodo. ¿Para qué aprenderse nombres cuando todos conocemos los santos del día y de la casa de cada uno? Son ganas de perder el tiempo. Nací el 16 de abril en casa Pelaire, y soy Engracia de Pelaire. Es así de sencillo. Mi marido, nacido el 30 de mayo en casa Chafarro, es Fernando de Chafarro.

Pero también es una cuestión de economía; en una sociedad en la que no sobra nada, lo superfluo no tiene sentido. Y ponerle a uno un nombre distinto al del santo del día era innecesario; además de arriesgarse a perder la protección divina.

El sistema funcionaba bien. Y si no hubiese sido por cuatro fatuos, presuntuosos, con ganas de llamar la atención, seguiríamos sabiendo que si te llamas Candelaria, es que cumples los años el 2 de febrero, y ese día te felicitaríamos.

En lugar de eso, ahora me encuentro con que mis nietos se llaman Alexander, Jonathan, Vanessa y Cristian, a pesar de haber nacido el día de Santiago, San Bartolomé, Santa Rosa y San Fidel. No es cómodo, ni sensato, ni racional.

jueves, 7 de mayo de 2009

JUEVES SANTO

Jueves Santo era aquel día
en que la Virgen María
buscaba a su hijo amado
por la huerta y por el prado.
- "Oígame, buena señora
¿ha visto usted a mi hijo amado?"
- "Sí por cierto que lo he visto
que por aquí ha pasado,
con una cruz a los hombros
y una cadena arrastrando.
Un pañuelo me ha pedido
y un pañuelo le he dejado
para limpiarse su rostro
que de sangre iba manchado.
Siete manchas se ha quitado
y otras siete le han quedado.
San Juan y la Magdalena
lo llevaban de la mano.”
¡Arriba, arriba señores!
¡Arriba al monte Calvario!
que por pronto que lleguemos
ya lo habrán crucificado.
Ya le clavaban los pies,
ya le clavaban las manos,
ya le daban las lanzadas
en su divino costado.
Y la sangre que caía
caía en un cáliz sagrado
y el hombre que la bebía
era un bienaventurado.
En este mundo fue rey
y en el otro, coronado;
y quien rece esta oración
todos los viernes del año
sacará un alma de pena
y la suya de pecado.
(Popular)

Como todas las madres, tenía nombre de Virgen. Y como la Virgen, aquel Jueves Santo andaba buscando a su hijo; su hijo amado. Tres días sin saber nada de él. Desaparecido.

Jueves Santo era aquel día. Una vecina de la calle le enseñó esa oración cuando apenas tenía ocho años; y, cumpliendo lo que en ella se recomendaba, la rezaba todos los viernes del año. Pero aquel Jueves Santo el romance se convirtió en una letanía continua; Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado, Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado. La invocó con devoción, la murmuró sin saber apenas qué decía, la recitaba mentalmente mientras se secaba las lágrimas, la pronunciaba implorando ayuda divina, la repitió mil veces. Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado.

Su hijo amado. Hacía tres días que se había fugado del “refor”; así llamaban en casa a lo que la administración denominaba “Centro de Menores”. Ahora recordaba cuántas veces le habían amenazado “si te portas mal, te meteremos en el reformatorio”; y, sin pretenderlo, la tan repetida amenaza se había hecho realidad.

Buscaba y preguntaba por él en los sitios en que pudiesen haberlo visto. El descampado al que iba con la bicicleta; el pasaje comercial donde patinaba; los recreativos del barrio; aquel solar el que jugaba a las canicas (¡qué rodillas traía!); las casas de sus amigos; el parque… Casi no le daba tiempo ni de llorar.

Su hijo amado, que con apenas catorce años se había convertido, sin saber cómo, en un raterillo, un delincuente de poca monta. Se llamaba Antonio, como aquel hermano de su abuela que tuvo que exiliarse en Francia durante la guerra civil, y que nunca más volvió; y en los papeles de la comisaría, tras su nombre y apellidos se empeñaban en añadir: alias “el Flequis."

Aquel niño obediente y siempre dispuesto a hacer recados. El mismo que un Día de la Madre le había regalado aquella imagen de la Virgen que todavía guardaba en el cajón de su mesilla, tras la cual se leía con esforzada caligrafía: “Mamita preciosa, mi dulce embeleso, deja que en tu cara deposite un beso."

Las malas compañías. Seguro que había sido eso. Andaba con muchachos de la calle, un poco mayores que él, que lo habían llevado por el mal camino. Su hijo no podía ser un ladrón, como decía la policía. Tan sólo era un niño cuando rompió el cristal de una juguetería para robar (qué palabra tan dura) y lo detuvieron en un descampado con un coche teledirigido. Y así acabó en el refor… ¿Es o no es una niñería? Y lo de abrir las máquinas recreativas para vaciar la recaudación, mientras otros vigilaban, no era para tanto; no pasaba de ser una travesura.

Su hijo amado. De acuerdo, hacía cosas que no estaban bien, pero no había matado a nadie, ni era peligroso… No podían decir que era un delincuente; los delincuentes son personas marginales, con familias problemáticas y, sobre todo, malas personas. Y él en casa era un buen hijo; ellos no lo conocían. Y no tenía un pelo de tonto; si no sacaba buenas notas era porque no se esforzaba, pero era más listo que el hambre.

Tres días sin saber nada. Nadie lo había visto, o por lo menos, eso decían. Pero él se enteró de que su madre lo buscaba y aquella noche de Jueves Santo volvió a casa. Porque no quería que su madre estuviese preocupada, ni que sufriese por él; era un buen hijo y ella lo sabía.

Por fin se le cerró el agujero que se le había abierto hacía tres días, no sabía si en el estómago, en el corazón o en el alma, pero que la estaba consumiendo por dentro. Su hijo amado había vuelto a casa. ¡Claro que se había fugado del refor! El cura más joven, el que parecía más simpático y cercano, le había levantado la mano. Así que, aprovechando un descuido, y que las medidas de seguridad brillaban por su ausencia, se escapó.

En eso era hábil; en escapar. En casa siempre se las apañaba para llegar a la puerta sin que lo viesen, y abrir la cerradura con una copia de la llave que nadie sabe de dónde sacaba. Y aquella otra vez en que saltó por la ventana del juzgado de menores y se fue. Chiquilladas. Tampoco era para tanto.

Jueves Santo era aquel día en que la Virgen María buscaba a su hijo amado por la huerta y por el prado. Gracias a Dios, que lo había traído a casa; y a la Virgen, que se había apiadado de ella. Gracias.

Aunque fuese su madre, no tenía una venda en los ojos; sabía que su hijo no se portaba bien fuera de casa. En casa sí, en casa era obediente, soñador, risueño, y a ella jamás le faltó un céntimo del monedero; en lo único que no cumplía era en el horario de volver. Siempre llegaba tarde; se abstraía tanto con “sus cosas” que se le olvidaba la hora. Ese era el motivo de casi todos los rapapolvos.

Algún castigo merecía; eso era cierto. Hacía cosas que estaban mal, y de alguna manera tenía que aprender a no hacerlas; aunque ni ella ni su marido habían conseguido nunca nada de él castigándolo. Y no acertaba a saber quién ni cómo podría hacerlo. No había sabido educar a su hijo. Algo había hecho mal para que él se portase así. La profesión más difícil del mundo es la de ser madre; siempre se yerra. El sentimiento de culpabilidad la asfixiaba.

Y, por otra parte, era la única que lo conocía verdaderamente. Sólo tenía catorce años y tenía que defenderlo de los demás, de los que no sabían que era un buen chico. Ni su propio hermano lo entendía; no comprendía que ella no podía tratarlos a los dos iguales, porque sus necesidades eran diferentes, que él necesitaba más cariño. Pero eso sólo lo sabe una madre.

Era su hijo amado, y ella era su madre; para todo y para siempre. En las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para todos los días de su vida… para eso está una madre. Si ella lo tiraba… ¿quién lo iba a levantar?

Jueves Santo era aquel día…. Catorce Jueves Santos más tarde, la misma madre, el mismo hijo y la misma oración repetida hasta la inconsciencia. Jueves Santo era aquel día… Su hijo amado se moría en la cama de un hospital. Y a ella ya no le quedaban lágrimas. Virgen Santa, Madre mía, ayúdame. Tú, que sabes por lo que estoy pasando, llévatelo cuanto antes.

Recordaba la sonrisa burlona que se le pintaba en la cara cuando, al acabar cualquier película en la televisión, ella apostillaba: “¿Ves hijo? el criminal nunca gana." Pero a él no le iba a pasar nunca nada; se sentía por encima de todas las cosas, él era especial. Y ahí estaba ahora, indefenso como un bebé, casi ciego y conectado a un aparato.

Había vivido deprisa e intensamente y presumía de haber probado de todo. A su madre le daban náuseas cada vez que intentaba imaginar en qué consistía ese “todo”; mejor no pensarlo, mejor no saberlo. ¿A qué venía ese alarde cuando debería avergonzarse? Su idea del goce y el disfrute incluía infringir las prohibiciones: las legales, las morales, las sanitarias, las éticas… No se sentía orgullosa, pero en su defensa argumentaba que no atacó nunca a nadie, ni causo perjuicios que no fuesen económicos. No era tan malo.

Jueves Santo era aquel día… Llevaba dos años rezando por los rincones, rezando en las capillas y en las catedrales, rezando en el hospital. Había agotado las oraciones tradicionales, y las había ido adaptando a sus necesidades. Al principio: Virgen Santa, cúramelo, que mi hijo se ponga bueno, por favor te lo pido. Pero ya se había cansado de pedir salud, y ahora sólo suplicaba clemencia: no dejes que sufra más.

Qué desfigurado está, y en qué poca cosa se ha quedado. Somos nada. Si él se viera, con lo presumido que siempre ha sido; tan pincho, tan gallito. Había luchado lo indecible por no parecer enfermo; hacía gimnasia para estar fuerte; se vestía con lo mejorcito; procuraba ir como un pincel. Y ahora, míralo.

Decía que había vivido más que mucha gente; pocos años, muchas cosas. Disfrazando de audacia, aventura y libertad lo que no era sino irresponsabilidad, fue trampeando la vida. Seguramente habría sentido lo que otros ni se imaginan, y sufrido y disfrutado hasta el límite. Pero ¿mereció la pena? ¿le había compensado? Goce y dolor. Felicidad y desdicha. Risa y llanto. Satisfacción y sufrimiento. Placer y rabia. Relajación y excitación. Todo en la misma medida. Estaba por encima del resto, de los normales, a quienes miraba casi por encima del hombro, porque no alcanzaban a comprender lo que se habían perdido en su vida tan gris. Él se llevaba lo mejor. Y lo peor.

Y por fin dejó atrás todo aquello. Su novia lo merecía todo. Ahora que había “disfrutado” de su juventud, pretendía ingresar en el mundo de los adultos normalizados, haciendo lo mismo que todos ellos: mujer, trabajo, piso, coche, hijos… Tendría suerte; como hasta ahora. Había sido un hombre de suerte.

De buena suerte y de mala suerte.

Porque aunque él se riese, su madre tenía razón -como siempre- cuando le decía "Toño, pórtate bien, que el que la hace la paga." Y ahora que parecía que la vida se le enderezaba, le cobraba la factura ¡y de qué manera! Su hijo amado le había costado muchas lágrimas, y además tenía que verlo morir. Virgen Santa, tú que me lo trajiste, llévatelo, cuanto antes mejor.

Jueves Santo era aquel día en que su madre pedía el final. Virgen María, no permitas que sufra más, tú eres madre y sabes por lo que estoy pasando… Ayer deliraba, nombraba a amigos del colegio, recordaba cosas del pueblo… quizá se acercaba al principio barruntando el final. Ojalá.

Era lo más duro, pedir la muerte de su hijo. Pero a la vez iba a suponer una liberación para todos. Él dejaría de sufrir. Un tópico, desde luego, pero después de más de dos años de larga enfermedad, que le fue deteriorando poco a poco, que lo dejó sin pelo y casi ciego, hasta él se cansó de luchar. Y su madre descansaría. Ella que lo vio crecer y lo veía encogerse indefenso; que lo conoció guapo y presumido, el más chulo de la calle, y lo veía convertido en un amasijo de piel y huesos; que lo escuchaba reírse y lo había oído llorar.

Madre mía, te lo pido con las pocas fuerzas que me quedan; llévatelo, no prolongues más su agonía. Gracias, gracias. Hijo, ya no sufrirás más; disfruta de tu muerte y descansa.

Jueves Santo era aquel día…

viernes, 27 de febrero de 2009

ANNA

En una librería del centro de la ciudad, una madre y una hija se dirigen a la caja. La hija lleva en la mano una edición de bolsillo de Anna Karenina, editada en dos volúmenes.

- ¿Qué libros te has comprado?
- Mira, Anna Karenina.
- ¿Esa es aquella rusa de la película? ¿La de Greta Garbo?
- Sí, mamá. ¿Te gustó?
- Mucho, mucho. Pero, a ver... ¿Anna Karenina I y Ana Karenina II? ¡Vaya ideas! Si la primera ya estaba bien, no sé por qué han tenido que sacar ahora la segunda parte...

viernes, 16 de enero de 2009

DECEPCIÓN



Me gustan los hombres. Pero mis fantasías sexuales están protagonizadas por mujeres. Y no creo ser un bicho raro. Cuando he hablado de este tema con otras mujeres (no muchas, la verdad, porque no es un comentario que pueda hacerse en la parada del autobús), me han confirmado que compartimos este tipo de ensoñaciones. Como los hombres heterosexuales, en general, también disfrutan imaginando situaciones lésbicas, me atrevo a afirmar que la fantasía por antonomasia es el sexo entre mujeres.

Y partiendo de esa premisa ¿quién no ha recurrido a la fantasía del vestuario femenino? Mujeres recién duchadas, desnudas o apenas cubiertas por una toalla que se cae al menor descuido, embadurnando de cremas sus cuerpos perfectos, sonrientes...

Por supuesto, en ocasiones yo también recurría a ese escenario ficticio... hasta que formé parte de él. Entonces me di cuenta de que la mayoría de sus usuarias no son jóvenes bien formadas, sino mujeres ya no jóvenes que intentan recuperar la, casi siempre irrecuperable, forma. La realidad distaba bastante de la fantasía; era previsible.

Pero lo que no hubiera sospechado nunca, fue lo que me sucedió una tarde. Estaba secándome el pelo, con la mirada perdida al fondo, y vi una mujer que atravesaba el pasillo sin ningún pudor, con la cabeza alta, en actitud desafiante. En condiciones normales ni la hubiera visto, se hubiese hecho transparente, pero había algo en su desnudez que captó mi atención y atrajo involuntariamente mi mirada hacia ella; tendría unos 70 años, bastante arrugada, contrahecha, con expresión hosca, de mal genio, y ostentaba (porque enseñar aquéllo de esa manera era hacer ostentación) entre las piernas una repulsiva mata de pelo que le llegaba casi hasta las rodillas. Fue una impresión fatal, una experiencia traumática.

Desde entonces, mis fantasías sexuales han de buscar otros ambientes más propicios; porque en cuanto imagino un vestuario femenino, en vez de aparecer aquellos pubis perfectamente depilados de antaño, una repugnante pelambrera hace que mi libido se esfume.

Así que ahora, c
uando estoy en el vestuario, procuro no levantar la vista del suelo, temiendo lo que me pueda encontrar. Por que sé que un vestuario femenino también puede provocar... náuseas.

miércoles, 7 de enero de 2009

PALABRAS





Hay palabras que me gustan más que otras, pero no me había parado a pensarlo detenidamente, hasta que leí "Juegos de la Edad Tardía" de Luis Landero. (Apreciación personal: a este libro le saqué mucho jugo, me hizo pensar y darle vueltas a la cabeza; me encanta cómo escribe este hombre). Transcribo un párrafo que me cautivó:


"Tan nuevas le parecían de repente las cosas, que no se habituaba a sus nombres, como le había ocurrido años atrás, pero ahora no por oscuridad sino por deslumbramiento. Pidió a los viejos más viejos del parque que le contasen historias de su vida, cómo era el mundo antiguamente y si las cosas tenían entonces los mismos nombres que ahora. Algunos le dijeron que antiguamente las cosas se llamaban con nombres mucho más hermosos. Gregorio lo creyó porque había descubierto el lenguaje de los poetas y pensaba que cada cosa se merecía una poesía y no una palabra, o al menos que se la nombrase de muchas formas a la vez, justo reflejo de la correspondencia universal. Pero también en cada palabra había una poesía, claro que sí, por ejemplo "belleza": ¿qué recordaba sino un hielo que se rasga sin ruido, belleza, que no deja eco y nos hace dudar de haberla pronunciado realmente, y que es como si la pronunciáramos con los ojos, belleza, un parpadeo apenas, incomprensible y familiar a un tiempo, belleza? Y esa zeta que ciega la palabra, dejándola entreabierta en la boca, como paralizada por un brevísimo sueño estival? ¿Y qué decir de "recóndito"? Uno tenía que tomar carrerilla hasta la primera "o" y allí domarla por la brida como un cowboy en un rodeo e impulsar el salto hasta la otra "o", pues la palabra saltaba en escorzo amenazando con tirar al jinete y poniendo en peligro su propio significado. Y luego "caracola". Bastaba frotarla para que de ella se levantase un genio de humo, tan terrible que no había deseo que no pudiera satisfacer al instante. Bastaba pedirle sin rubor, pedirle coliflor, barcarola, coral, onda, mar y luz, corimbo, limbo y Paralimbo, marimar y marina, caracol, corocol, quiriquil, cocotero, espuma, halcón, oasis, Nilo y Mississippi; bastaba una palabra, pues cualquiera contiene a todas las demás, en cualquiera puede uno reconocer su patria ilimitada. ¡Qué regalo para un joven animoso! si dios, pensaba, hubiese comenzado por crear a un poeta, o a un filósofo, a Platón por ejemplo, se hubiera ahorrado muchísimo trabajo."


Me parece admirable esta capacidad de explicación, de descripción y de reflexión, y el poder de reflexionar (y sobre todo el de hacerme reflexionar a mí) acerca de cosas grandes partiendo de otras aparentemente insignificantes.


¿Cómo se puede describir tan bien el sonido de una palabra, ese encanto que la hace especial por lo que es, no por lo que representa? Pensando en esta cuestión, me he acordado de un cuento que me embelesaba cuando era pequeña; la historia no era gran cosa, un rey que se iba de viaje y preguntaba a sus hijas qué querían que les trajese de recuerdo, pero contenía una palabra que hasta entonces no había oído: "alondra". Alondra. Suena tan bien; es melodiosa, musical, hermosa; como la "calandria" del Romance del Prisionero, otro pájaro que no conozco, pero cuya pronunciación también me resulta deliciosa.

Y como estas otras palabras, que me resultan placenteras en la boca y en el oído. Mandarina, lirio, colirio, delirio, alfange, caracola, mirandola, escafandra, muñeca, rueca, jaqueca, calandria, alondra, zarcillo, brújula, esdrújula (mmmmm... las esdrújulas tienen un no sé qué), escrófula, caléndula, albañil, escabel, cascabel, Isabel, canela, candela, herejía, fetiche, restallar y restañar, seductor, retozar, armonía, cicatriz.

domingo, 4 de enero de 2009

¿EDUCACIÓN?



Año nuevo… más de lo mismo, como no podía ser de otra manera.

Las dichosas costumbres sociales, que últimamente me tienen bastante alterada. Ya hablé un día de los besos, y me ha vuelto a pasar. Yo me tenía por una persona bastante social y socializada, pero estos nuevos usos de urbanidad me hacen sentir un bicho raro. Ayer llego a un lugar en el que había unas 40 ó 50 personas congregadas, me acerco a un grupito y saludo educadamente; y cuando una de ellas se me acerca muy decidida a darme un par de besos, me sorprendo musitando un “disculpa es que yo no soy muy besucona”. ¡Me he tenido que excusar por no tener los mismos hábitos sociales que los demás! ¿Seré rara? ¿Me estaré volviendo huraña?

Otra de las supuestas "normas de educación" es el interés por los demás; interés superficial, claro está. Parecer que se tiene interés, para quedar bien, pero sin tenerlo. Así, la frase típica que se dice al saludar a una persona es “¿qué tal?”; y como normalmente ambas partes son igual de adaptadas socialmente, la respuesta también típica debe ser “bien, gracias”.

El otro día, mi pescadero, siempre tan cordial, le preguntó a una clienta “¿qué tal?” y la señora se quedó pensativa, como si no supiese qué decir, no quisiese contestar, o le pareciese de mala educación responder la verdad. Tras unos segundos, respondió “bueno, ya que me preguntas por educación, te voy a contestar que bien ¿para qué te voy a dar más explicaciones?”

Y entonces empecé a imaginarme que, por una vez, la clienta (o el cliente) decide no cumplir con las reglas sociales tácitamente establecidas, y en vez de mentir un “bien, gracias ¿y tú?”, contesta con mucha soltura acerca de cómo está, cómo se encuentra. Y me daba la risa sólo de pensar en este tipo de conversaciones:

Pescadero: Hola… buenos días ¿qué tal todo?
Clienta: Fatal, hijo… estas almorranas me están matando

Pescadero:- Buenas, ¿qué tal?
Cliente: Pues… muy mal; la semana pasada cerraron la empresa y ahora a ver dónde voy yo, con 52 años…

Pescadero: ¿Cómo va eso?
Clienta: De maravilla, mi marido me acaba de echar un polvo que me ha dejado nueva.

Pescadero: ¿Qué tal le va?
Cliente: Mal, muy mal… arrastrando una depresión desde que me separé. Precisamente ahora vengo del psiquiatra, que me ha cambiado la medicación.

Pescadero: ¿Qué tal?
Clienta: ¿Y a ti qué te importa?

Sería divertido intentarlo. Por ver la cara de estupefacción que se le queda a quien pregunta. Por preguntar lo que no interesa saber. Por dejar de ser educados hipócritas.