viernes, 28 de mayo de 2010

INEXPLICABLEMENTE



¡Por fin! Después de todo el curso suspirando por el chico más guapo de la clase, el de la sonrisa más seductora, y uno de los más inteligentes, la semana pasada conseguí compartir con él algo más que los apuntes, unas cervezas y unas risas.


Convencí a un compañero que celebraba su cumpleaños para que lo invitase a él y a su pandilla y así coincidimos en aquel piso. Después de ponerme delante de él y exhibirme como un pavo real ¡por fin! se fijó en mí.

Recordaba mi nombre, y después de un rato de baile y charla, me miró fijamente, me dijo que tenía unos ojos muy bonitos, y me besó. Una cosa llevó a la otra, y terminamos en una de las habitaciones, haciendo realidad ¡por fin! mi fantasía sexual favorita de todo el curso.

Fue maravilloso, perfecto, tal y como lo había soñado, sin prisas, sin nervios, con pasión, con cariño, todo muy natural. Cuando terminamos no se vistió rápidamente para marcharse, sino que siguió a mi lado, mirándome. Todavía era pronto, y yo quería más, así que le propuse un jueguecito: cada uno, por turnos, escribiríamos en la espalda del otro la parte del cuerpo en la que queríamos que nos besara. No hacía falta esperar a terminar la palabra; en cuanto la supiésemos, podíamos actuar. Empecé yo, y escribí en su espalda la “M”, luego la “E”, después la “Ñ” y él se volvió y se metió mi dedo meñique en la boca, poniéndome a cien. Le tocaba a él, y dibujó en mi espalda la “N”, la “U”, la “C”, y me puse encima de él para besarle la nuca muy sensualmente. La cosa se animaba, y ya estábamos recuperados para el segundo asalto; pero seguimos jugando. Me tocaba a mí, y puse en su espalda una “H”, una “O”, una “M”, una "B", y entonces él se volvió y me besó ¡en el hombro!. No, no, -le dije- te has confundido, no era el hombro, era el hombligo.

De repente se levantó, se vistió, dijo que tenía que llamar a alguien, y se marchó, inexplicablemente.

miércoles, 17 de febrero de 2010

¿LA ÚNICA IMBÉCIL?



Estaba desayunando y planificando mi mañana. Hacía días que no leía y tenía ganas de sentarme una hora o dos para dedicarme exclusivamente a leer; como a mí me gusta, con cuaderno, bolígrafo y ordenador abierto en la página de la RAE. No tenía que ir a comprar, ni hacer ningún recado y la casa estaba limpia y recogida; las cuestiones domésticas estaban resueltas, al menos hasta la hora de hacer la comida. Tenía, pues, un buen rato para mí, para mi lustre interior, para cultivarme; y me relamía de gusto sólo de pensarlo. Plagiando a Luis Landero, ya antes de empezar había cobrado por adelantado la satisfacción de disfrutar de mi tiempo.

Y, sin querer, como si tuviesen vida propia, mis ojos se han ido hacia la parte inferior de los armarios de la cocina, y se han quedado allí fijos. Yo no soy la reina del trapo, pero verdaderamente aquel zócalo necesitaba una limpieza, estaba negro, con suciedad acumulada en las esquinas… Ahora que lo había visto, y tenía tiempo, no podía dejar pasar la ocasión; tenía que limpiarlo, sin excusas. Así que me he preparado bayeta, lejía y un cuchillo con punta para raer la porquería más adherida.

Y mientras restregaba, mi voz interior iba hablando: “Esto no le pasa a un hombre. No conozco a ninguno que hubiese dejado de leer un libro porque haya visto una mancha, ni que hubiese dejado su afición favorita porque había un montón de ropa que reclamaba un planchado. ¿Seré yo la única imbécil, o seremos todas? Debería haber dejado el maldito zócalo y haberme sentado a leer, eso es lo que debería haber hecho, pero sé que no hubiera podido hacerlo. En cuanto empezase a leer, algo en mi interior se revolvería, mi conciencia de mujer-mujer-mujerdemicasa me diría ¿cómo puedes estar ahí leyendo, tan pancha, con esa mugre en la cocina? ¿cuándo piensas limpiarla? Y no hubiera disfrutado de la lectura, no me hubiese podido concentrar; no me quedaba otra opción que limpiar el zócalo. Pero ¡demonios! ¿por qué tiene que pasarme esto a mí? Si en realidad no me importa que esté sucio una semana más, ¿de dónde me nace esta obligación? ¿qué es esto que me impide deleitarme mientras no limpie la roña? ¡Y cómo me fastidia que haya algo que me gobierne de esta manera, con lo poco que me gusta que me manden, grrrrrrr!"

Y, claro, ya que estaba con la bayeta en la mano, un repasito a las puertas de los armarios, barrer, fregar y recoger…

Después una llamada de teléfono en la que me pedían que contestase a una encuesta (para un día que tengo tiempo, pobre muchacha, la voy a escuchar, que si no, no cobrará), y la visita inoportuna de una vecina impertinente que se ha presentado en casa de improviso.

¡Y ya era la hora de hacer la comida! No he podido hacer lo que quería… y encima no puedo echar la culpa a nadie, más que a mí.