Como cada año, cuando empezaba a apretar el calor, mi madre me sacaba la ropa de verano, que consistía, principal y exclusivamente, en los pantalones cortos y las sandalias, siempre iguales.
Las malditas sandalias de cuero, duras, eran auténticos instrumentos de tortura; me hacían rozaduras y señales, que dolían durante varios días hasta que mis pies, sumisos, se protegían con callos y durezas que, aunque molestos, dolían menos. Y además, no se podía jugar al fútbol sin riesgo de romperte algún dedo. Desde entonces me quedó una aversión tan grande a las sandalias que todavía no he sido capaz de llevar calzado que deje los pies al descubierto.
Aquel año, cuando mi madre recogía los pantalones largos, muy orgullosa, me dijo:
- Hijo mío, cómo se nota que te haces mozo; este año te has comportado como un caballero: has dejado los pantalones nuevos. Ni un agujero ni medio, ni sietes, ni remiendos.
Cabizbajo y resignado, le expliqué a mi madre:
- Claro, no teníamos pelotón*.
* Pelotón: aumentativo de pelota.