lunes, 8 de septiembre de 2008

MIS LECTURAS



Llegó un día de otoño en que mi cabeza no estaba en orden; pensaba cosas raras. Así que decidí hacer algo para evitar esas ideotas. Necesitaba despejarme, hacer algo nuevo, darme cuenta de otras cosas, abrirme al mundo, distraerme; era una verdadera necesidad para mi salud mental. La solución tenía que consistir en algo que exigiese mi concentración, para que el cerebro no se pusiese a pensar de forma autónoma; tenía que pensar lo que yo quisiera.

Además, me di cuenta de que aquí, en el submundo, hay mucha afición a la literatura (amantes, estudiosos y lo que más, pseudoliteratos). Así que para tener algo de qué hablar, con alguna base sólida, y para domesticar mis neuronas, decidí empezar a leer de otra forma, que quizá sea la correcta, pero que yo nunca había intentado.

Desde niña fui ávida lectora; aprendí a leer pronto, y devoraba todo lo que pasaba por mis manos, primero tebeos, y más tarde novela y teatro; y de todas las calidades: bueno, malo y regular. En mi casa no había libros; no había costumbre, ni tradición, ni conocimientos; eso sí, a mi madre le fascinaban las bibliotecas que había en algunas casas. Identificaba posesión y cultura; si en una casa había muchos libros, es que sus habitantes eran personas muy cultas, no como ella, que apenas fue a la escuela. En mi casa, pues, no había libros para leer. En cambio, mi madre, en su afán de que no fuésemos analfabetos, compraba, casi compulsivamente, todas las enciclopedias que los vendedores ambulantes ofrecían, en cómodos plazos, casa por casa en aquella época; como si la mera presencia de los libros asegurase la transmisión del conocimiento mediante un viaje misterioso desde la estantería del comedor hasta nuestras cabezas. Teníamos enciclopedias generales, infantiles, de piratas, de ciencias naturales, con dibujos, y alguna con nivel más que universitario. Y de todos mis hermanos, yo era la única que las consultaba asiduamente.

Los primeros libros que tuve en casa fueron los que me hicieron leer en el colegio, supongo que serían los clásicos. Con 13 años, para el verano me iba por las tardes a leer a la biblioteca municipal (leía mucho, pero no recuerdo más que un título: Mujercitas), igualito, igualito que los adolescentes de ahora. Y ese mismo año, cuando cobré mi primer sueldo (si así puede llamarse al dinero que me dieron por cuidar de una niña una noche que sus padres salieron a cenar) lo primero que hice fue comprarme un libro (tampoco recuerdo cuál; me estoy dando cuenta de la mala memoria que tengo). Más tarde, mi madre me hizo socia del Círculo de Lectores, y así me aficioné a coleccionar libros.

De adulta he tenido temporadas en que he leído mucho, y otras menos, pero siempre ha habido algún libro encima de la mesilla (o en el cuarto de baño). He leído de forma práctica y sencilla, fijándome en el argumento, como si fuese una película, y cuando se acababa el libro, a la estantería; y al cabo del tiempo, al olvido. Porque de los libros que he leído, recuerdo los títulos (no todos, claro) y de algunos conservo una vaga idea sobre la trama, y si me gustaron o no, pero he olvidado personajes, detalles, e incluso el final de la mayoría de ellos. Y eso que los terminaba todos, todos, aunque no me gustasen, aunque me pareciesen insoportables ¿de dónde vendrá esta manía? (Sé que hay mucha gente a la que le pasa lo mismo ¿será algo generacional, como lo de no dejarse nada en el plato?) En mi caso, pienso que si dejo un libro a medias quizá me esté perdiendo algo verdaderamente bueno ¿y si lo mejor está en el final? Con este pensamiento he leído cosas que me aburrían hasta el coma y, bien mirado, nunca he encontrado un libro que no me gustase al principio y al final me fascinase.

Bueno, pues el puente de Todos los Santos del año pasado, me alejé de personas, de ordenadores, de móviles y de otras influencias y así, aislada, cogí un libro y empecé a leer con detenimiento, prestando mucha atención. Además me preparé un cuaderno y un estuche con bolígrafos de colores, lápices, goma, sacapuntas, rotuladores, corrector y mil accesorios más, de los que sólo utilizo un bolígrafo normal y corriente, pero con la tranquilidad que me da saber que si quiero hacer filigranas, dispongo del material adecuado; debidamente pertrechada, me dispuse a escribir en el cuaderno. Primero la fecha y el título del libro; y a continuación todo aquello que me llamaba la atención: palabras de las que desconozco el significado, para buscarlas en la página de la RAE; párrafos enteros que me recordaban alguna situación o alguna persona; nombres y árboles genealógicos en libros con muchos personajes; frases que me hacían pensar, o que coincidían con alguna idea que yo llevaba por la cabeza; y de repente me di cuenta de que había cosas escritas que me gustaban por la forma en que estaban dichas, palabras que provocaban en mí sentimientos por cómo decían, no por lo que decían (gracias, Mario Benedetti). Esto fue un auténtico descubrimiento... yo siempre tan racional, tan fría, tan "de ciencias", emocionándome con palabras escritas, como un adolescente enamorado que lee poesías (de mi relación con la poesía hablaré en otro momento); será cosa de la edad... Ya lo decía mi suegra "de la vejez a la niñez" y por tanto, de la madurez a la adolescencia, añado yo.

Así empecé a tomarle gusto a apuntar cosas en el cuaderno, sobre todo, anotaciones sobre los libros que he leído últimamente, y con este material, he decidido escribir entradas en el blog, una por cada libro, y plasmar mis impresiones por escrito.

No tengo criterio literario; que nadie piense encontrar aquí una selección de libros buenos (jajajajajaja, seré ilusa, como si alguien fuese a leer esto, jajajajajaja). Sólo sé lo que me parece a mí cada libro en el preciso momento en el que lo he leído; y que el tiempo también puede cambiar la opinión.

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