jueves, 11 de diciembre de 2008

CHUPONES



Creo que me estoy poniendo pesada con la adolescencia, pero me encanta recordar aquella edad de la que en su día no me dí cuenta. En mis tiempos no había adolescencia, éramos críos, y más tarde jóvenes. No la añoro, ni la echo de menos; cuando la pasé tampoco la disfruté especialmente, no era consciente de lo que estaba viviendo. Es ahora, desde la distancia temporal, cuando me doy cuenta de los cambios por los que todo el mundo pasa, yo entonces y otros ahora, y se me dibuja la sonrisa en la cara sólo de pensarlo.

Hace un par de semanas, Alba, que tiene catorce años, llegó a casa con un chupón (o chupetón, que ambas acepciones permite la sagrada RAE) en el cuello. Alba es la hija de mi amiga Raquel, que enseguida se percató de la “huella amorosa” y tuvo que interpretar a la perfección el papel de madre que le corresponde, dándole a la chica la charla oportuna; desconozco el contenido de la conversación, pero el tono no fue de bronca, sino más bien de sermón.

Cuando Raquel me lo contaba, entre cervezas y risas, estuvimos recordando nuestros primeros chupones… no las marcas en sí, sino la historia que contábamos en casa para justificar el moratón. Inventamos excusas completamente absurdas, y pretendíamos que las madres lo creyesen como una cosa normal y verosímil ¿éramos imbéciles? ¿o creíamos que lo eran nuestras madres?

Yo tenía trece o catorce años, no lo recuerdo con exactitud. Eran las fiestas del pueblo y estuve bailando con un chico bastante guapetón que después me invitó a “dar una vuelta”. La vuelta fue corta porque enseguida entramos en una peña (agujero infecto, amueblado con asientos de coche de desguace, imprescindible barra de bar y colchones cuya procedencia es mejor no saber, sin ventilación, iluminado con pretensiones discotequeras -es decir, bastante oscuro-, y seguramente con música ambiental, no me acuerdo). Nos enrollamos: besos, morreos, caricias (bueno, aquello no eran caricias, eran rudos tocamientos)… y vale. Cuando nos pareció, salimos de allí y seguimos de fiesta… por separado, naturalmente; yo me fui con mis amigos y él con los suyos. Hasta que un primo mío que ya tendría entonces veintitantos años me miró el cuello y me dijo “¿qué llevas allí? anda, anda, tápate, que no te lo vean”. Entonces me vino como una revelación; porque yo no sabía qué era un chupón, no tenía amigas que hubiesen llevado uno, nunca había oído hablar de ello, y no sabía ni que me lo habían hecho; y de repente até cabos y me di cuenta de lo que había pasado, de que la marca era socialmente reprobable, y de que tenía que preparar una buena excusa antes de llegar a casa de mi abuela (en la que estábamos abuelos, hijos, tíos, primos… un montón de gente dispuesta a crucificarme por algo de lo que no tenía conciencia de que estuviese mal ¡manda huevos!).

A la mañana siguiente, antes de salir de la habitación, llamé a mi madre, y con mi cara más convincente empecé a explicarle:

- Pues nada… que anoche, estábamos todos en el parque, en los columpios, enredando… y de repente me cai, y… me di un golpe con la esquina del columpio en el cuello… ¡y fíjate qué moradura me ha salido!

Jajajajajaja, ahora suena ridículo, pero entonces me pareció de lo más creíble; lo que no me explico es cómo pude pensar que mi madre se lo iba a tragar, jajajajaja. Por supuesto, no me hizo ni caso: “¡Eso es un chupetón! ¡Qué vergüenza! ¡Tápate, que no te lo vean! ¡Yo no llevé uno hasta que no estuve casada! ¡Ponte un pañuelo o algo! ¡Qué pena de hija! ¿Y qué más has hecho?” Ese era el quid de la cuestión “¿qué más has hecho?”, porque lo que realmente estaba en juego era mi virtud… y eso era sagrado.

El cuento de Raquel no era menos fantástico.
Las circunstancias las desconozco, pero la conversación con su madre fue, más o menos:

- Mamá, anoche me pasó una cosa… Resulta que ahora hay chinas que van por los bares vendiendo flores, para que los chicos las regalen a las chicas; pues estábamos toda la pandilla en un bar, y uno de los chicos ha comprado un clavel, y hemos empezado a enredar, y me ha dado un “clavelazo” en el cuello, y con la piel tan sensible que tengo… ¡fíjate qué marca me ha quedado!

Piel sensible, dice, jajajajajajajaja. Ni que decir tiene que todo el bar se volvió al oír nuestras carcajadas.

Sería divertido recoger en algún sitio las excusas que a lo largo de los tiempos han dado las hijas a las madres para intentar explicar lo inexplicable.

2 comentarios:

Las Cosquillas del Lobo dijo...

Por qué siempre en el cuello? Parece que sólo nos une la cabeza al cuerpo, pero es de donde te cuelgan y donde te aman.

descalza dijo...

Cosquillas... Porque a los 14 años, los chupones en cualquier otra parte del cuerpo parecerían obscenos.

(Gracias por tus reflexiones).