martes, 21 de octubre de 2008

DEPORTE

Hoy estoy contenta; un poco enfriada, pero contenta, contenta con mi vida, contenta conmigo misma, contenta con lo que soy, y con lo que tengo. ¿Por qué? Ah, es un misterio que no sé si conseguiré desentrañar. Por qué, dándose las mismas condiciones ambientales, unos días todo el mundo es guapo y está simpático y otros días la gente que te rodea es huraña y gris; ¿por qué a veces parece que llevas puestas las gafas con los cristales de color de rosa, y a veces las que llevan los cristales ahumados? ¿Alguien sabrá la respuesta? Sería fantástico lograr que siempre estuviésemos positivos, de buen humor. O, ahora que lo pienso, si no supiésemos lo que es el pesar, el abatimiento, no disfrutaríamos de la felicidad; los opuestos existen porque forman una pareja indisoluble; sin uno no hay otro. No habría blanco sin negro; no hablaríamos de limpieza si no hubiese suciedad; no nos sentiríamos tristes si nunca nos hubiésemos sentido felices, y así para todo. Desde que nacemos. Vivimos porque tenemos que morir; sin muerte no habría vida (qué filosófica me pongo). Entonces... es necesario sentir los dos términos para valorarlos; estar triste a veces, para disfrutar de la alegría.

Sigo contenta. Me encuentro a gusto en mi cuerpo, a pesar de todo; bueno, "a pesar de todo" quiere decir a pesar de la edad y del paso del tiempo (lo del paso del tiempo lo dejo para otra entrada). Y creo que es porque estoy haciendo algo de deporte. ¡Si! ¡Yo! La única de la clase que fue incapaz de correr un kilómetro en el instituto (ninguno de los cursos), sin tener ningún problema físico. Mi relación con el ejercicio siempre ha sido nula; no me ha gustado. Y desde que dejó de ser obligatorio, no he vuelto a hacer nada (excepto andar por el monte, un par de semanas al año, como mucho).

Pero hay momentos en que se modifican las perspectivas, y cambian las actitudes. Será cosa de la crisis (de los 40, de los 42, de los 48...), crisis en su acepción de cambio, no de elemento negativo, como dice la RAE: Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales.

Así, el año pasado, alguien a quien quiero mucho me animó a correr "ya verás qué bien te encuentras, yo estoy feliz cuando me voy a correr, te sentará fenomenal". Lo intenté, pero más por complacerle que por mí. Me iba por las tardes un rato a correr, pero, primero, me daba vergüenza (soy tan perfeccionista que si no hago las cosas bien, prefiero no hacerlas...), y segundo, me cansaba enseguida, así que iba alternando el trotecillo con el paseo rápido. Así estuve un par de meses, saliendo tres o cuatro veces por semana, y nunca fui capaz de correr un kilómetro seguido. Patética. Nos dejamos. Sin embargo, me di cuenta de que me sentaba bien lo de salir de casa a que me diera el aire; así que he seguido haciéndolo cuando me apetece, salir a andar, a pasear, a mirar, a ventilarme.

Y este año, yo sola, por mí misma (la única manera de hacer las cosas), decidí empezar a nadar. Voy un par de veces a la semana, y me sienta de maravilla; me noto viva; al principio terminaba muerta, me dolía todo (falta de práctica) pero le voy cogiendo el gustillo. Y, además, me estoy acostumbrando a utilizar la bicicleta como medio de transporte, no como ocio. Saco el coche lo menos posible (cuestiones económicas, ecológicas y físicas), y procuro ir en bicicleta a los sitios que puedo, y si no, andando o en autobús. Me gusta la calle. Me deleito en mis paseos, me fijo en la gente, en las baldosas, en los edificios, en una fuente, un árbol; siempre descubro alguna cosa que me llama la atención.

Disfruto. Disfruto en el agua, disfruto en la bicicleta, disfruto de la calle, disfruto de mí, y creo que por eso estoy más contenta.

lunes, 20 de octubre de 2008

MAS FILOSOFIA DE CALLE



Son un filón mis tenderos (me gusta la palabra “tenderos”, porque suena a antigua, a pueblo, a familiaridad).

Hoy toca la frutería. Mis fruteros (a todo le pongo el posesivo, pero es que no son unos fruteros cualesquiera, sino los míos, los que me venden con todo su cariño el melocotón y la coliflor). Mis fruteros son un matrimonio de mediana edad, que también tienen su filosofía. Las personas que trabajan de cara al público y con clientela habitual (camareros, tenderos…), tienen su forma particular de ver la vida y de tratar con la gente.

Mi frutera tiene mucho desparpajo, como tiene que ser. Va siempre muy arreglada, desde el punto de la mañana, con el pelo bien puesto y el ojo pintado, que no sé cómo tiene ganas, pero está estupenda todos los días (es envidia cochina, pues servidora tiene sus días mejores y sus días peores, pero ella siempre, siempre, está impecable) y sonriente. A mi juicio, esa forma de ser también tiene mucho mérito; o a lo mejor sucede como con la imaginación, que se nace con esa gracia o no, al capricho de los hados.

El otro día presencié una conversación que me gustó, y enseguida pensé en escribirla aquí. La frutera salerosa estaba ofreciéndole unas naranjas a una clienta bastante sosa (aunque para esto de la sal, también hay gustos, por supuesto).
  • Llévate naranjas, que están muy buenas.
  • ¿Ya hay naranjas?
  • Ahora hay naranjas casi todo el año. Estas son de Uruguay, ¡riquísimas!.
  • ¿De Uruguay? No me digas, eso, dime que son de Valencia...
  • Ya estamos! ¿Y qué más da de dónde sean? ¡Mira por dónde...! Cuando uno quiere un buen coche no se compra el mejor Opel del mercado, no señor; se compra un Mercedes, porque puede. Los perfumes han de ser franceses, los demás no huelen igual. Aaaamigo, pero los tomates… ¡los tomates han de ser de Zaragoza!

domingo, 19 de octubre de 2008

IMAGINACION





Tenía preparadas unas ideas sobre este tema, para algún día, y aprovechando el último comentario, hoy toca. Lo primero que voy a hacer es aclarar a Las Cosquillas del Lobo que no subestimo casi nada, y al miedo tampoco; es cierto que no lo comparto, pero sé que hay personas que lo sufren, como mi prima Pili. Por tanto, no lo considero algo estúpido, sino propio de personas cándidas, inocentes, confiadas, e imaginativas… y ahí voy, a la imaginación.

No tengo imaginación; nunca la he tenido, ni siquiera de pequeña. Y no creo que sea capaz de desarrollarla, es una condición que se tiene o no, y a mí no me tocó. La naturaleza es así de caprichosa en su reparto de cualidades; no dota a cada uno de un poco de todo, sino que las distribuye aleatoriamente: mucha imaginación, menos paciencia, abundante melena, memoria escasa, hombros bonitos, buena mano para la cocina, poca sensibilidad… y así con todo lo demás. Es más entretenido.

Supongo que el que tenga imaginación será capaz de desarrollarla conforme la ejercite, pero cuando no se tiene… no se tiene. Y eso ocurre desde la infancia; yo nunca he tenido imaginación. Cuando era pequeña, mi hermano jugaba con el Exin Castillos, y hacía construcciones fantásticas; yo a lo más que llegaba era a copiar -eso sí, primorosamente- los modelos de la caja. Y he tenido ocasión, al tratar con niños, de comprobar que sigue siendo así. Unos inventan juegos con cualquier cosa, plastilina, pinzas de la ropa, cajas, papeles… y otros son incapaces, porque carecen de esa facultad.

Nunca he sabido inventar. Si tenía que pintar un cuadro, lo copiaba; si tenía que hacer un dibujo, lo copiaba; si tenía que hacer una mantelería, copiaba la labor; si había que hacer una redacción en el colegio, mis temas siempre eran reales y tangibles, basados en algo que me hubiese pasado, y lo mismo me ocurre con este blog. Mis juegos consistían en copiar; hacía puzzles según el modelo, hacía experimentos con el QuimiCefa siguiendo rigurosamente las instrucciones, incluso cuando tocaba la guitarra, las canciones siempre eran de otros. Se me da bien el trabajo mecánico, la paciencia, probar una y otra vez, los sudokus, el ajedrez (sin florituras). Son actividades cuyas reglas son rígidas y están establecidas; sólo hay que aplicarlas. Ni siquiera mis rimas son creativas, eso sí, están perfectamente medidas y rimadas.

La imaginación, la fantasía, me resultan ajenas. Me gusta mucho leer, pero tampoco me atrae la literatura de ficción (salvo excepciones).

Ya decía Serrat que “no hay nada más bello que lo que nunca he tenido”. Como soy consciente de mi falta de imaginación, tiendo a sobreestimar a las personas fantasiosas; admiro a los que saben inventar historias, poemas, libros, películas, canciones… La creatividad me resulta tan inexplicable, que me deslumbra (esto lo dejo para otra entrada).

Por eso quizá mis miedos, si los tengo, deben ser bastante reales (aunque estoy pensando, y ahora no se me ocurre que tenga miedo a nada en especial… ah, sí, me da miedo la enfermedad en general, y el dolor en particular). Pero como apenas tengo imaginación, no soy capaz de fantasear muy a menudo ni con muchas cosas, así que me evito los malos tragos y, si Las Cosquillas del Lobo tiene razón, también me privo de buenos ratos.

jueves, 16 de octubre de 2008

ICOSAEDRO


Icosaedro: sólido limitado por veinte caras. Como nosotros, que también tenemos veinte caras distintas, o más, tanto en la vida real, como en la virtual; distintas facetas que conforman un mismo cuerpo, y que no siempre mostramos a los demás a la primera de cambio.

En cualquier relación, al principio, procuramos mostrar sólo las caras del icosaedro mejor decoradas, las más bonitas, e intentamos esconder las más imperfectas, las abolladas; hay algunas caras que son tan transparentes que se ven desde cualquier lado, aunque las queramos ocultar. Pero con el paso del tiempo, casi todas las caras (casi todas) terminan por descubrirse. No podemos hacer como la luna, esconder una cara y enseñar la otra, siempre la misma; el contacto, el roce, la intimidad, muestran también la otra, que es parte de nosotros.

Y toda esta tontería viene a cuento de la comunicación mediante la palabra escrita (aunque parezca mentira) a través de la cual solamente vemos/mostramos alguna de las caras del icosaedro al que nos he asimilado.

Intentaré explicarme. Dejando de lado la comunicación impersonal, dirigida a todo el mundo en general y a nadie en particular (libros, por ejemplo, páginas web, blogs…), he estado pensando en la comunicación directa, personal y escrita a través de internet, bien por correo electrónico, comentarios, juegos, chats, etc.

Cuando leemos un texto en la pantalla, lo único objetivo que podemos hacer es comprender el significado de las palabras utilizadas (siempre y cuando su autor maneje correctamente ortografía y sintaxis). También se puede, si la hay, apreciar la belleza de su combinación (aunque sea una apreciación subjetiva, pues, a mi juicio, no existe nada que sea hermoso por sí mismo, bello para todo el mundo, sino que es una cuestión particular de cada uno). Incluso podemos atrevernos a leer entre líneas, o a descubrir significados personales en algunas palabras, siempre y cuando autor y lector hayan mantenido una relación previa que les permita esa interpretación.

Y casi nunca podemos ir más allá. No podemos asumir ni comprender la totalidad de lo que quien escribió llevaba en mente, porque hay cosas que resultan muy difíciles de plasmar en un texto.

Por ejemplo, la entonación. Cuando a mi amiga Julia le cuento alguna cosa que me han escrito, me dice: “esa entonación es la que le pones tú”. Y efectivamente, un mismo texto puede leerse con distintas entonaciones, que le dan ciertos matices, y por tanto, dan lugar a diferentes interpretaciones. La entonación hay que adivinarla (a no ser que el texto contenga instrucciones precisas del tipo “leer con entonación pícara” o “leer con voz grave, que estoy muy cabreada”), y no siempre coinciden la de quien lee y la de quien escribe. En la comunicación telefónica se pueden apreciar las inflexiones vocales, pero por aquí… no.

Otra cuestión que tampoco se refleja en el texto es el gesto, la expresión de quien comunica, la postura corporal. En el contacto directo, vemos la cara de nuestro interlocutor, que muchas veces comunica más que las palabras que pronuncia, que son un mero apoyo de su semblante. En el lenguaje escrito e interpersonal es muy difícil adivinar con qué cara te están escribiendo; incluso un simple “ja” ¿es una risa graciosa? ¿es irónica? ¿es incrédula? ¿es de hastío? ¿te están insultando? Si pudiésemos vernos las caras u oírnos el tono, la cosa cambiaría.

Como consecuencia de todas esas carencias, la relación escrita lleva aparejados muchos malentendidos, al menos en sus inicios; yo he escrito una cosa y tú has entendido otra distinta. Obviamente, cuando la relación dura un tiempo, se van aclarando los equívocos y se va entendiendo la intención, y la comunicación se hace más sencilla en las dos direcciones. Pero al principio, no podemos captar la esencia del otro, el icosaedro en conjunto; sólo podemos hacernos una idea de lo que nos dice a través de lo que nos muestra (las dos ó tres caras del sólido que nos deja ver).

Y todo esto viene a raíz del comentario que Las Cosquillas del Lobo dejó en mi entrada anterior (hay qué ver, la de vueltas que le doy a las cosas…). La primera vez que lo leí pensé que me estaba echando la bronca, y, sinceramente, no me gustó (aunque ya sé que si escribes en público te expones a eso) ¿por qué me reñía alguien que no me conoce de nada? ¿quién es para juzgarme y para darme lecciones de moralina “no hagas esto, no creas lo otro”? ¿no ha entendido lo que quería contar, o, lo que es peor, no he sabido explicar lo que tengo tan claro dentro de la cabeza?

Después de pensarlo de nuevo, llegué a la conclusión de que no lo había interpretado bien. Seguramente no había leído con la entonación adecuada, o con la predisposición mental correcta; sólo había visto un par de caras del icosaedro y así no puedo formarme una idea adecuada del conjunto. Al fin y al cabo, es alguien que se toma la molestia de opinar correcta y educadamente sobre algo que he escrito, lo que demuestra que me lee con cierto interés. Así que decidí leerlo desde otra perspectiva, desde la del “buen rollito”, que seguro que es más acertada.

Y han vuelto a salirme un montón de líneas; no puedo evitar alargarme tanto, además disfruto mientras lo escribo. Y para colmo, no he contestado a Las Cosquillas del Lobo sobre el contenido de su comentario; otro día será. Saludos y sonrisas.

miércoles, 8 de octubre de 2008

LEYENDA URBANA



Aprovechando que se había cambiado de piso, mi prima Pili nos invitó este año, a todas las primas (ocho mujeres de la misma familia), a cenar a su casa. ¿Qué se le regala a alguien que estrena casa? una planta, que es muy decorativa y contribuye a crear hogar. Le llevé una maceta con varias drácenas (unas plantas parecidas a palmeras) de diferentes alturas.

Cenamos, bebimos, nos reímos, hablamos mucho, seguimos bebiendo, nos reímos más, nos enseñamos los sujetadores, la ropa nueva, otro trago (uy, otra copa, que queda mucho más fino), conversaciones de sexo, más risas, más bebida… Bueno, terminamos la noche muy animadas, y nos despedimos hasta la próxima (a ver si no tardamos un año en volver a juntarnos, lo mismo de siempre…).

Al día siguiente, a las once y media de la noche, me sonó el teléfono ¡vaya susto! Era mi prima…

  • Prima... perdona que te moleste tan tarde, pero ¿cómo se llama la planta que me trajiste ayer? ¿un tronco de Brasil?
  • No… es una drácena (léase con tono de pensar: ¿y para eso me llamas a estas horas?)
  • Es que… esta tarde, estaba sentada en el sofá, y he empezado a oír un ruidito extraño… y de repente, me he acordado de que una vez me contaron que los troncos del Brasil, y otras plantas tropicales, como vienen de la selva, muchas veces tienen depositados en sus hojas diminutos huevos de araña, de tarántula… Y ese ruidito era como de huevos que se abren…
  • (Silencio en mi lado del teléfono. No daba crédito. Como dice Fito, mis ojos como el Coyote cuando ve al Correcaminos)
  • Y, claro, con mi aracnofobia… lo estoy pasando muy mal, tenía que preguntarte.
  • Pili, yo tengo una planta igual que la tuya en mi casa, hace más de seis años, y todavía no he visto ninguna araña, ni tarántula ni viuda negra, ni nada.
  • Ah… ¿tú la tienes? ¿y no has notado nada?
  • No, nada de nada. Pero si te vas a quedar más tranquila, sácala a la terraza.
  • Sí, sí… y mañana iré a una floristería de unos amigos, a preguntar ¿cómo has dicho que se llama la planta?
  • Drácena.
  • Vale, perdona por llamar tan tarde, pero es que estaba muy nerviosa…

Nunca hubiese pensado que nadie se creyera estas cosas... leyendas urbanas... Pero, pensándolo bien, no sé de qué me extraño, si mi prima Pili todavía cree en el Príncipe Azul... a sus 48 años. ¿Ignorante? ¿Cándida?

lunes, 6 de octubre de 2008

SENTIDO Y SENSIBILIDAD, Jane Austen (1811)


Decididamente, no todos tenemos los mismos gustos literarios. Yo pensaba que los libros buenos eran buenos para todo el mundo, pero he cambiado de opinión. A cada uno le gusta una cosa, lo mismo en cuestión de hombres, de música, de perfumes, ropa, arte, zapatos o libros. Podemos confiar en que lo que le ha gustado a alguien afín, puede también gustarnos, pero sin rotundidad.

Alguien a quien considero (o consideraba hasta entonces) modelo de lector, me recomendó este libro, porque le había entusiasmado. Y a pesar de leerlo con devoción, no me gustó nada de nada. Me pareció un pastel, melindroso y empalagoso.

Así que he decidido asumir y proclamar que si un libro no me gusta, no me gusta; sin complejos. Aunque sea una obra maestra de la literatura universal (ese es el juicio de los críticos y de los expertos en la materia, pero no tiene por qué ser dogma de fe ¡a estas alturas!).

Pese a todo, he rescatado de mi cuaderno tres citas que copié en su momento:

“Hay algo tan delicioso en los prejuicios de una cabecita joven, que uno se pone triste al ver que termina por pensar como los demás.”

“Cuando la romántica delicadeza de una cabeza juvenil tiene que desaparecer, a menudo da paso a opiniones más vulgares y peligrosas”.

Estas dos primeras frases me resultaron muy familiares. Me recordaron mi adolescencia (sin añoranza ni melancolía, sólo recuerdo de una época), a pesar de los 150 años transcurridos entre una y otra; la adolescencia actual tampoco es tan distinta.

Es el entusiasmo por el comienzo de algo nuevo (la vida adulta, claro); la ilusión de empezar, la misma con que se estrena un cuaderno, se acomete un nuevo trabajo, una nueva empresa, se empieza un curso, o cualquier otro reto. Esa frescura y ese descaro, esa irreflexión, esa vehemencia, ese romanticismo… son los mismos.

Y no puedo evitar sonreír cuando veo a los chicos y chicas de 14 ó 17 años, hablando apasionadamente de lo justo y lo injusto, luchando por sus utopías y sus ideales, defendiéndose de todo este mundo que está en su contra, exaltando la amistad con abrazos emocionados a sus amigos, llorando con ellos, escribiendo los APS (“amigos para siempre” por si alguien no lo sabe) con que decoran sus mochilas, estuches, notas, escritos, e-mails. Es una sonrisa de ternura, de comprensión, de apoyo a ese entusiasmo, y a esos sufrimientos y padecimientos (por cuestiones bien distintas a las que sufrirán cuando sean adultos, pero que les sirven de entrenamiento). Me resultan entrañables, porque sé qué es eso, y porque me veo a su edad, haciendo las mismas cosas.

Me emociona contemplarlos desde la distancia que da los años, y ver la pasión y la rebeldía; y me apena (un poco, lo justo) saber que se pasarán. Que verdaderamente nos volvemos -se volverán- más homogéneos, más vulgares; que los extremos juveniles se van confundiendo en una zona central; que la juvenil vehemencia se convierte en la serena madurez; y que los años nos descubren infinidad de matices de gris, donde antes sólo existía el blanco y el negro.

A ver si voy a parecer tan ñoña como la Austen. Que no me olvido de las malas caras, del mal genio, de las malas contestaciones, del botellón, el tabaco, “a mis amigos los elijo yo", "la familia es impuesta”; todo eso… en el mejor de los casos. Pero esas actitudes menos adorables también son apasionadas y vehementes; y es eso lo que me inspira ternura.


“Yo no veré más que cimas empinadas, donde otros las verían altivas, tierras quebradas y ásperas, donde otros animadamente variadas; sólo objetos perdiéndose en la lejanía, cuando para otros flotarían en una atmósfera de nebulosidad luminosa. Puede darse por satisfecha con la admiración que manifiesto con llaneza.”

Esta última cita no hace sino reafirmarme en mi incapacidad para la floritura. Yo también vería cimas empinadas y objetos lejanos, sin más adjetivos. (Y debería parecer contradictorio con mi verborrea textual; pero, aunque puedo escribir sobre cualquier cosa… no sé poner adjetivos bonitos, ni recurrir a sutiles metáforas.)




Postdata: Mmmmm... muy deprisa creo que he publicado esta entrada... No sé si me convencerá del todo.